Más fotos al final del texto.
Estaba sedienta de algo
nuevo, de coleccionar otra historia, de descubrir otro mundo de sensaciones. El
Vallartazo era ideal, perfecto para eso que necesitaba. Ya tenía algún tiempo
deseando vivirlo, estaba entusiasmada, ansiosa por formar parte de el. Pero ya me había hecho a la idea de que me lo
perdería otra vez, mis ilusiones se
fueron difuminando hasta hacerse nada cuando nos dijeron que para poder
participar en esta travesía, el pago y registro debía hacerse con un ¡AÑO! de
anticipación - nadie quiere imaginar la respuesta que le dio mi cara esa
persona cuando terminó de articular semejante barbaridad-
Se trata de la ruta más
famosa de México en la que los apasionados del Off Road realizan una travesía desde diferentes puntos del país
hasta llegar a su destino: Puerto Vallarta.
Mi sangre inquieta, como
siempre, me había obligado a abandonar la idea del Vallartazo y canjearla por
alguna otra locura que ya se estaba cocinando en mi cabeza. Esporádica y sorpresivamente, así como suelen
aparecer las mejores cosas de la vida, recibimos la noticia de que mis padres,
mi hermano mayor y yo, podíamos ocupar los lugares de unas personas que
finalmente no iban a poder asistir -pero claro, cómo no lo pensé antes, ocasionalmente
suele pasar eso-
Aquellos lugares ya nos
pertenecían, desembolsé algunos miles
que tenía ahorrados de mi trabajo como freelancer en fotografía. Hicimos el
depósito y eso significaba que en unos días estaríamos partiendo. ¡Hell Yeah!
La emoción colapsaba dentro
de mi. Todo se había acomodado perfectamente para que yo pudiera estar ahí, viviéndolo,
estrenando la experiencia. Estaba agradecida.
La aventura comenzaba desde
ese momento; debíamos de tener todo el equipo listo en una mínima cantidad de
días sobrantes: petos, cascos, jerseys, botas, llantas nuevas, googles, remolque, la camioneta y las motos preparadas…
¡Aquí vamos papá!
El martes 10 de septiembre
había llegado, eran aproximadamente las 4:00 pm y nosotros apenas estábamos
partiendo del Puerto de Lázaro Cárdenas con rumbo a Colima. La camioneta con el
remolque y el par de motos doble propósito que llevábamos, se portaron bien
durante el camino, pero justo antes de llegar se nos ponchó la llanta, lo cual
retrasó nuestra reunión con el resto de motociclistas.
“Vamos dándole play a esta loquera”, pensaba mientras me ponía todo el equipo para
comenzar esta travesía de tres días por la sierra. Debo confesar que me sentía
bien “rude girl” y lo disfrutaba.
-
¡Ay! ¡pensé que
eras hombre!- me dijo sorprendida la cajera mientras estiraba la mano para
pagar el yogurt con el que comenzaba mi día.
-
¡Nooo! – advertí
mientras soltaba una carcajada por la naturalidad en la que fluyo su inesperado
comentario.
Me quité el casco para poder
responder a cada una de sus preguntas que le surgieron al ver la fiebre de
motociclistas cargando gasolina antes de partir. Me
despedí y por fin me trepe a
la moto con mi piloto.
Las fieras comenzaban a rugir
y a invadir la carretera. La gente dentro de sus coches no dejaba de mirar la
fila de apasionados por el Extreme Off Road. Yo, por mi parte, comenzaba a
sentir la sangre fluir por mis venas y la dulce sensación de libertad con ella.
Nos adentramos en la sierra y
la vida empezaba a verse pacífica, sublime y genuina. Estábamos rodeados de
nada y de todo al mismo tiempo. Ascendíamos
a los cerros y las nubes descendían a nuestro alrededor. Me sentía
pequeña, como una diminuta célula viviendo dentro de un infinito y divino
globo; segura y a salvo entre tanta belleza natural.
A medida que avanzábamos, los
paisajes cambiaban continuamente, siempre maravillando y apareciendo como el
mejor regalo de existir; de vivir aquí, dentro de este mundo. Todo se trataba
de disfrutar, de sentir placer y adrenalina con lodo. Aquí, el destino era lo de menos, quedaba en
segundo plano, porque lo realmente importante era amar la extravagancia del
camino y así funcionaba.
Hacíamos paradas para echar
taco y cotorreo, hidratarnos con agua, cerveza o refresco. Todo sabía a gloria.
Cargábamos pila para continuar. Los valores como la solidaridad y hermandad no
podían faltar. Éramos un grupo, uno que se cuidaba y apoyaba en cada imprevisto. La energía era exquisita, radiante, feroz y
viva. Me llenaba de fascinación. Me limitaba a observar, sentir y registrarlo
todo en mi organismo.
Pero también, la aventura
tomaba su papel en el juego, hubo rhinos volteados, motos descompuestas,
caídas, golpes, grandes sustos y mucha
emoción.
La primera noche viví una de
las angustias más grandes de mi vida al saber que mi papá y mi hermano se
encontraban perdidos en medio de la sierra por la madrugada, completamente
solos, con motocicletas doble propósito demasiado pesadas para desafiar esas
brechas salvajes y en medio de la absoluta obscuridad nocturna. Con suerte,
cualquier ranchería o pueblito habitado les quedaba a aproximadamente tres
horas de distancia. Sin embargo, gracias a Dios, todas estás situaciones
propias de ésta actividad, sólo quedaron como grandes aprendizajes,
experiencias e historias. De eso se trababa la pasión por esta aventura.
Inmediatamente después del
incidente, regresó el frenesí. La mañana siguiente, aprecié el fastuoso paisaje
que se pintaba desde el balcón de las cabañas en las que pasamos la noche, mientras
el mecánico que nos acompañaba, se limitaba a poner en completo “on” cada
juguetito agraviado por el camino.
El motor ya rugía, y a su
vez, el lodo se divertía conmigo saltando a mi cara y a todo mi cuerpo; pero
quería más, le pedía a mi piloto más velocidad, más coleo de llantas. Muchos
eran los kilómetros por hora a los que íbamos a las orillas del voladero,
curveando y poniéndole vida a eso que llamamos adrenalina. Entre más potencia y
fuerza había, más quería. De pronto todos parecíamos soldaditos de lodo,
forrados de tierra y mugre; muchos no me creerán, pero era delicioso, aquello
sabía a libertad pura, a presente, a realidad.
La brecha fue quedando atrás
hasta llegar a Mascota, un pintoresco pueblito Jalisciense, inundado por la
misma euforia de otros grupos de motociclistas que, al igual que nosotros,
hacían parada ahí para pasar la noche: era la ruta.
Les voy a contar del regodeo que
vivía al momento de tomar una deliciosa ducha, quedarme quieta bajo la regadera
para únicamente sentir el agua caer y resbalar por mi cuerpo. Me resultaba todo
tan exquisito después de la mecánica de un día como ese; disfrutaba
potencialmente de untarme crema, cambiarme y perfumarme. Luego del ritual, nos
reunimos todos en la planta baja del bonito hotel colonial que ocupamos. Cada
uno de nosotros se veía tan diferente, casi irreconocibles, era muy divertido
vernos limpios y bañados.
La fiesta comenzaba bajo la
luz cálida del patio del hotel, los asadores estaban listos; los salchichones,
las salsas, los frijoles, la carne y la bebida nos daban la bienvenida.
Nosotros por supuesto colaborábamos saboreando todo aquello. La música invadía
cada rincón del lugar; los juegos, las pláticas, las risas y los bailes
ridículos se encargaban de ponernos al nivel de la fiesta.
Una de las cosas que hace a
esta experiencia única es la manera en que te regala adentrarte en un sin fin
de atmósferas y sensaciones. A cada uno de los participantes nos caracterizaba
habérnosla ingeniado para dejarlo todo atrás: el trabajo, la “zona de confort”,
la rutina, las posesiones materiales y aquello que envuelve nuestro día a día.
Lo cambiamos para hacerle frente a la naturaleza, a la energía y creatividad.
Durante los tres días de
trayecto, me sobrecogía con el espectáculo de la naturaleza. En esos momentos
el presente adquiría toda su fuerza, de manera
en que el pasado y el futuro se disolvían para hacerse nada. Sólo
estábamos ocupados por vivir el momento.
Vivimos en un mundo que se mueve
a toda velocidad y nosotros con el, siempre a prisa, buscando llegar al destino
sin valorar el camino. Está aventura fue un “stop” a esa dinámica. Se trató de
ir “lentamente” y disfrutar de este
“mientras tanto” que en el resto de nuestra vida despreciamos. Basta con
detenerse y no apurarse para ganar
tiempo. Cuando se están viviendo estas experiencias, uno aprecia lo que tiene y
lo que tiene ¡Ahora!
Ver a tanta gente contagiada
de la misma locura, del mismo frenético placer que los une y hace compartir
esta aventura es una delicia. La energía de cada uno se eleva hasta encontrarse
y formar juntos un remolino de éxtasis, para después estallar como una gran
bomba que arroja al aire un sin fin de serpentinas multicolores capaces de
hechizar a cualquier alma sin aparentes tintes extremos. Eso es y fue mi Vallartazo
2013.